16 jul 2008

Labios morados



Hacía pocos días que habíamos vuelto del viaje de fin de curso cuando nos enteramos que el hermano de un compañero del colegio, había fallecido. Fuimos a la iglesia.


Estaba llena de muertos vivientes. Cuerpos prácticamente consumidos de gente joven incapaces casi de mantenerse en píe cuyos días estaban contados.

Yo no me atreví a atravesar la puerta y me quedé ahí, más fuera que dentro, callada e inmóvil, viendo la extraña y macabra escena en la que me encontraba.

No olvidemos que lamentablemente en aquellos años era habitual ver semejante espectáculo por la calle. La maldita droga había invadido la vida de más de una familia destruyéndola y llevándose a más de un joven por delante.

La década de los ochenta no se caracterizó por la tan memorable y nostálgica movida Madrileña; también por esta parte oscura que a nadie parece interesarle recordar. Pero así fue, así ocurrió y si nos pusiésemos a indagar un poco, seguro que aún, pese a los años trascurridos, las consecuencias por el consumo de ciertas sustancias ilegales siguen haciendo estragos en el recuerdo de más de uno.

No se bien si sentía pena o me sentía incomoda y fuera de lugar, o quizás ambas cosas a la vez, pero a mi corta edad nunca había visto semejante cosa. Era como estar en medio de una película de terror a plena luz del día.

La ceremonia comenzó. Todos estábamos en silencio. Poco más recuerdo, tan solo que a punto de finalizar el cura, leyó una pequeña nota que tenía en sus manos “esto es para que sepáis lo que es capaz de hacer la droga”. Alzó la mirada echando un vistazo a todo el mundo y dijo que el amigo de todos ellos, el que en ese momento estaba en una caja de madera de roble, unos días antes de fallecer, le había visitado y le había pedido que el día de su funeral, leyese ante todos esa nota.

Al finalizar la ceremonia, nosotros nos esperamos a que saliese todo el mundo y quedarnos a solas con nuestro compañero, para poder hablar un rato con él y darle nuestro más sentido pésame.

Con los ojos cubiertos de lágrimas y un cigarro entre sus manos, nos dijo que el último recuerdo de su hermano siempre sería el de ese preciso momento: un cuerpo frío y unos labios morados.

Pocas semanas después, una amiga y yo nos le encontramos. Nos dijo que, tras la muerte de su hermano, había dejado radicalmente los porros porque no quería acabar como él: joven y sin vida durmiendo eternamente bajo tierra en una caja de roble.

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