9 may 2013

Tengo ganas de ti






Acurrucado tras la maleza, hasta ayer mismo, observaba en la oscuridad de la noche la ventana donde ella dormía. No lograba olvidarla. Tampoco quería hacerlo. El olor de su cabello estaba aposentado en mi alma de forma indefinida. Nada me costaba entonces cerrar mis ojos y sentirla de nuevo entre mis brazos. Semejante placer me hacía disfrutar, pero también me dolía y me hacía sufrir. Me atormentaba que ahora todo fuese tan sólo un grato recuerdo del pasado relegado a algo olvidado completamente en su mente.

Cuando la luz que alumbraba su habitación se apagaba, yo empezaba a soñar despierto, y la volvía a ver ahí, en esa misma habitación, desprendiéndose de su ropa frente a mí, que me hallaba contemplando su belleza sentado en uno de los vértices de la cama. Ensimismado. Sin perder detalle.

Era increíble. Sin llegarla a rozarla aún, ya sentía su aroma recorriendo mi cuerpo como la sangre que se abandona por mis arterias, alimentando mi potencia y aumentando mi libido. Ese mismo que iba corriendo como el agua desbordada del río que se pierde hasta terminar en la mar, concentrándose entre mis piernas, mientras estaba siendo coaccionado gratamente. En esos precisos momentos, era incapaz de decir ni siquiera donde estaba, pero si sabía claramente donde quería llegar.

Comenzaba a correr superando la velocidad permitida, mientras ella me obligaba a pisar el freno, controlando así las marchas en cada agitada respiración. Por aquel entonces, no era consciente de que el universo perfecto se pudiese llegar a desquebrajar en fracciones de segundo, haciéndome sentir el frío de los pedazos rotos bajo mis píes. Me equivoqué. Creí que tenia controlado la realidad, sin saber que está, me iba a controlar a mí de por vida. Ahora mi realidad es la que siempre me acompaña. La que me recogió cuando ella, la mujer que tanto amé y sigo amando, me abandonó. Esa, la silla de ruedas que me recuerda cada mañana al levantarme, hasta cuando la dejo para echarme a dormir, lo que pasó aquella fatídica tarde de sábado. Si no hubiese cogido el coche, quizás no hubiese tenido el accidente y ahora seguiría con ella, pero probablemente tampoco hubiese sabido que ella jamás me amó realmente.

Cuando amanece y despierto empapado de ese sudor frío que me recuerda que ella estuvo presente en mis sueños, no puedo evitar desearla tenerla de nuevo entre mis brazos, a pesar de que el único que ame sea yo. El amor es así de ilógico. Si no existiese y todo se concentrase en una relación sexual, sería más sencillo. 

Aunque ella no lo sepa, aunque sólo me lo haya admitido a mí mismo, yo la sigo amando, y recupero el aliento bañándome desnudo, cuando puedo y el tiempo me lo permite, en el mar para que la salitre de sus olas se intercambie con el sabor putrefacto de mi piel. 

No podré avanzar sí estoy anclado a un pasado que, aunque volviese, jamás sería igual. Por eso he roto el lienzo. Ese que me regalaba subliminalmente su rostro, formado por colores simétricos colocados minuciosamente sobre él, ocupando la parte principal de mi vida, y que me recordaba que tenía que ser destruido para poder continuar. Su valor cromático había caído empicado hacía tiempo. Todo el mundo lo sabía pero faltaba que yo quisiese admitirlo. 

7 may 2013

El boxeador



(Viendo un reportaje sobre la vida de un boxeador escribí este artículo)


Cuando has subido muy arriba, mucha gente te rodea, pero cuando caes empicado hasta tocar fondo y te encuentras en lo más bajo, pocos te acompañan. En lo que no depara la gente, es que si la caída ha sido fuerte, es porque has tenido que haber subido mucho.

Su padre falleció a la misma edad que él: Cuarenta y nueve años. Una edad para ya saber bastante de la vida pero muy joven para irte de ella.

Cuando te ofrecen mucho dinero por hacer algo que, aunque no te guste, no requiere mucho esfuerzo a simple vista, no te lo piensas… y comienzas en ese mundo…  y sigues….  y subes…. y quieres seguir subiendo como la espuma, y lo que es mejor, (o peor) es que lo haces.

Los expertos y críticos del boxeo no daban crédito. No sabía boxear, ni moverse adecuadamente. No tenía el estilo propio y requerido en el boxeo, pero sin lugar a dudas, era un fenómeno a tener en cuenta. Llegase donde fuese, la gente le quería ver y llenaba estadios de forma asombrosa. Movía a la multitud allá donde iba, dejándoles con la boca abierta y más que satisfechos con el espectáculo ofrecido.

Él éxito le acompaña y Guipúzcoa se le queda pequeño, así que un día tiene que dejar el caserío donde vivía para viajar a Madrid.

A lo largo de un mito siempre se crea una sombra y se les empieza a acusar de haber tongo en los combates, porque, según decían, se le ponía a pelear con boxeadores malos. Tanto él como su entorno siempre lo negaron, pero inevitablemente, el fantasma del tongo le persiguió durante toda su vida profesional.

Paralelamente al boxeo, comenzó a salir y a beber. Indiscutiblemente, el mundo de la farándula, el salir de fiesta, la noche, el alcohol… son aficiones incompatibles con el deporte, pero eso él no lo entendía.

Separado de su primera mujer, sus salidas nocturnas, las fiestas, y las mujeres, empezaban a ser una constante en su vida. Le advirtieron que se alejase de ese mundo, pero él hizo caso omiso a todos los consejos y se metió en una vorágine de la que es tan fácil entrar como difícil es salir.

Tenía privilegios de los que otros carecían, tal es así, que hasta la federación Española le permitió ser campeón de Europa sin haber sido antes campeón de España.

A su alrededor habían muchos viviendo a cuenta de él, pero no sólo era extremadamente generoso sino que, como el dinero que manejaba era mucho, no le importaba gastarlo como se le antojase. Cuando tienes, crees que nunca te va a faltar, y cuando te falta, es cuando te das cuenta de lo que tuviste.

Su final comenzó cuando un conocido alemán le arrebató el título europeo. No volvería a recuperarlo nunca más. Es ahí cuando empieza su decadencia tan profesional como personal.

Su vida desordenada continúa hasta que conoce a la que sería su segunda mujer y el gran amor de su vida. Él estaba aún casado y lo que hoy hubiese sido infidelidad, con el régimen de franco, fue sin embargo adulterio.

Se justificaba diciendo que, cuando él decidió irse a Madrid, su mujer no quiso acompañarle y que era un hombre joven sólo en una ciudad grande, por lo tanto, era normal que conociese a otras mujeres, además habría que añadir que era guapo y con dinero, los ingredientes principales para que las mujeres se sintiesen más que atraídas por él. No guardaba rencor con su primera mujer, pero si había un notorio distanciamiento, ya no sólo con ella sino también con los tres hijos que tuvieron en común.

Pese a su estabilidad sentimental con su segunda mujer, él seguía bebiendo, y bebía mucho. Cada vez más. Eso hacía que su caída fuese más vertiginosa y su decadencia más pronunciada e inevitable. Todo el mundo era consciente de su declive y de su cruda realidad excepto él que, lejos de admitirla, le quitaba hierro al asunto.

Después de muerto llegaron las lamentaciones por parte de muchas personas. Quizás… quizás… quizás… pero ya era tarde. Demasiado tarde. Él se había quitado la vida y ya no había vuelta atrás.

Quién le conoció dice que fue un buen boxeador pero fue mucho mejor persona, que ayudó siempre a todos aquellos que en algún momento requirieron de su ayuda, pero en cambio, cuando él necesito ser ayudado, ni lo supieron ni, probablemente, le quisieron ayudar, cuando bien sabían que, aunque no lo pidiese, por orgullo tal vez, lo necesitaba como él que más.

En el verano del 92 se tiró de un décimo piso del domicilio en el que vivía en Madrid. Ese mismo día murió un mito pero nació una leyenda.

12 abr 2013

21 días en la cárcel



21 días en la cárcel

(Basado en un programa de televisión que lleva el mismo título. El reportaje es muy bueno. Aconsejo verlo)


Soy periodista, y creí que lo iba a ser desde el día en que me licencié hasta después de mi muerte, pero no ha sido así. Pasados esos barrotes, yo soy tan sólo Adela, una reclusa más. Sin títulos académicos que me avalen, ni familia que me acompañe, ni amigos que me apoyen, ni nada… tan sólo Adela.

Inhalé aire profundamente para adquirir la fuerza que sabía que me iba hacer falta allí adentro. Nadie, excepto las autoridades de la cárcel, por si llegado el momento y hubiese algún conflicto del que me tuviesen que sacar de inmediato, sabía que yo estaba allí para hacer un reportaje.

Nada más entrar, me confiscaron mis teléfonos móviles. Después me tomaron los datos personales y rutinarios propios de un ingreso en prisión. Acto seguido, me metieron en un cuarto para requisarme todo lo que llevaba. Allí, incluso las cremas  y demás productos personales de higiene diaria no se pueden tener. Luego me hicieron desnudarme por completo y hasta me hicieron agacharme para cerciorarse de que no ocultaba nada en el interior de mi cuerpo. Algo claramente humillante fuera de aquellos barrotes que me aislaban de la apreciada libertad.

Con mi ropa en mis manos, me hacen estar esperando en una silla en medio de un largo pasillo. Allí me dio tiempo a preguntarme sí toda persona que entra en una prisión, en algún momento dado, llega a plantearse el haber hecho las cosas de otro modo y evitar así terminar en la cárcel.

Al rato me dan el uniforme y un colchón. Con ello, sigo a la funcionaria que me lleva hasta una celda de aislamiento. Jamás había estado en un lugar como aquel. Era un cuchitril. Sin ventanas al exterior, con humedades y sucio. Desde el minúsculo hueco que hay en la puerta, puedo comunicarme con tres de las presas que andan matando el tiempo sentadas en el suelo del pasillo. Una me dice que está allí por homicidio. Mató a su esposo y a su hermana con la que le fue infiel. Entonces pensé que es más fácil terminar en la cárcel de lo que nos podemos llegar a imaginar, porque llegado el momento, uno no puede controlar tan fácilmente su ira o sus reacciones. La vida es quién decide donde llegar y a veces nos conduce a un sitio que jamás hubiésemos querido ir, pero las circunstancias se imponen y también nuestras reacciones, que no siempre son las correctas.

Allí dentro se pierde totalmente la noción del tiempo. No se sabe si es de día o de noche. Tan sólo te guías por lo que te pide el cuerpo. Si estás cansada, duermes. Si no,  te quedas sentada en el colchón inmersa en tus pensamientos y en ese cúmulo de reflexiones que jamás te hubieses imaginado llegar a plantearte en tu vida.

Tan sólo cuando empiezo a oír ruido y movimiento fuera de mi celda, es cuando soy consciente de que ha dado comienzo un nuevo día.

Una funcionaria abre la puerta de la celda y me pide que recoja mis cuatro cosas para trasladarme al que será mi pabellón a partir de ese momento.

Como norma general, las celdas son compartidas, pero sólo en los casos de tratarse de reclusas muy peligrosas, deciden que no sea así. En mi caso y sólo para evitar riesgos innecesarios, deciden que yo no comparta la celda. Eso me vendrá bien. Allí dentro te tienes que hacer respetar por el resto de las presas, y la única manera, es que sepan que eres peligrosa. Si te temen te respetan. Saben que sí estoy en una celda a solas, es por algo, aunque en realidad, ellas ignoran el verdadero motivo.

Esa celda no es mucho mejor que la de aislamiento. Es tan sólo un poco más grande. Con el mismo colchón que me dieron al entrar en prisión y con una letrina tan llena de mugre que se te revuelven las tripas nada más verlo.

Una funcionaria, me explica que a las seis de la mañana, suena el timbre para que nos vayamos levantando y podamos ir al recuento.

Poco después, abren todas las celdas para que podamos estar por los pasillos, y luego, y justo después del recuento, podernos ir al patio.

Me cruzo con las otras reclusas sin mirarlas a la cara. No quiero que piensen que con mi mirada las estoy retando. El miedo es una constante allí en mí. No puedo evitarlo. Tengo que estar alerta porque tanto el peligro como la novedad de aquel lugar me acompañan. Es verdaderamente angustiosa la situación que estoy viviendo aunque no dudo que sacaré una buena lección de todo ello.

Antes de llegar al patio, paso por la sala de juegos. El día anterior, habían tenido las presas las visitas de sus niños, y los juguetes estaban aún esparcidos por todo el suelo. Una de la presa los está recogiendo y yo me pongo a ayudarla. Es maja y muy joven. Me explica su situación y las reflexiones que hace de su experiencia. -En la vida lo único que importa es el dinero. Si tienes dinero no vas a la cárcel- me dice. Aún así, admite su error y no se exculpa de lo que hizo. Si no hubiese llevado droga no estaría ahora allí. Después de recoger el cuarto de juegos, nos vamos juntas al patio y veo, por fin, la luz del sol.

Durante todo el día, nos permiten salir al patío dos horas. Son las únicas horas de todo el día en las que estás un poquito más cerca de la que era tu otra vida. Lo único que te priva de ella, es la realidad en la que ahora te encuentras y esos muros que te recuerdan que no eres libre.

Como dice la letra de una canción: “El viento me alborota y aloca mi pensamiento”. Si bien es cierto que nadie puede controlar sus circunstancias, también es cierto que somos dueños de nuestras emociones y nuestros pensamientos. Son estos los que debemos reconducir del mejor modo para evitar las consecuencias, entre ellas, terminar en prisión.

Al regresar del patio y al principio del pasillo, me encuentro con un tumulto de gente que están presenciando una pelea entre dos de las presas. Al cabo de unos minutos, las “jefas”, como allí llaman a las funcionarias, llegan para separarlas y llevárselas a cada una por un lado. Nos piden calma, que despejemos la zona y que nos retiremos a nuestras respectivas celdas. Pregunto a unas presas por lo ocurrido. Me dicen que no lo saben y me aconsejan que tenga como única prioridad mi vida, evitando meterme en problemas.

Una cosa que echo de menos, es un espejo en el que mirarme. Nunca he destacado por ser una persona coqueta, pero ser consciente del estado de tu rostro, me resulta como menos, fundamental. Me explican que los espejos allí están prohibidos porque pueden utilizarse como arma en alguna pelea.

Allí las peleas son a muerte y por cualquier motivo insignificante. Más que por el hecho en sí es por dejar claro tu hegemonía ante las demás.

Cuando llevas allí dentro más de diez días, el sonido de los barrotes pasa de ser tedioso para convertirse en algo totalmente aborrecible, despreciable e insoportablemente odioso. Esto es más duro de lo que pensaba.
Me cuesta poco ganarme la confianza de otras reclusas,  y que estas, me cuenten sus cosas. Conversando con ellas, me doy cuenta que muchas, han tenido que sufrir la cárcel antes de haber entrado en ella, y por tanto, estar allí no les parece algo tan malo como me parece a mí. -La vida real es muy jodida a veces- me comentan.

Un día a la semana podemos recibir llamadas de nuestras familias. Es en ese momento cuando te das cuenta de que todas las mujeres que están allí, es porque han hecho algo malo y eso nadie lo pone en duda ni ellas mismas lo niegan, pero todas tienen su corazón, y cuando tienen contacto con sus familiares, los sentimientos afloran y las lágrimas se hacen patentes. No puedo evitar sentir empatía al tiempo que lástima. Creo que sin duda, lo más duro de la cárcel es separarte de tus seres queridos.

La vida en la cárcel te endurece el carácter y te hace ver la vida desde otra perspectiva, una más real, de tal modo que valoras más las cosas que antes ni apreciabas.

A pesar de todo, siempre hay cabida para unos momentos de complicidad y de risas que hacen que aquello resulte menos amargo. Las chicas me confiesan los métodos que usan para saciar sus deseos sexuales. Recurrir al ingenio es un método de supervivencia cuando las cosas que tienes son un tanto escasas.

El mismo día de mi libertad estoy muy nerviosa. Quiero volver a recuperarla y volver a mi vida normal, pero también me da pena despedirme de las chicas. He aprendido muchas cosas, para empezar, a saber lo que significa la palabra libertad, porque tan sólo la conocen realmente, los que como yo un día la perdieron.
Me despido de ellas fundiéndome en un gran abrazo y ellas se despiden de mí en medio de una gran ovación. No puedo evitar emocionarme.

En la puerta, devuelvo el uniforme que durante estos días me ha acompañado y ellos me devuelven mis pertenencias. Salgo a la calle y el sol me da de pleno en la cara. Siento de nuevo la libertad, esa que allí dentro tanto nombras y por tanto, tanto anhelas.