Desguace
etéreo
Tengo las neuronas congeladas desde el día 23
y estamos aún a 19. No es un error matemático, las matemáticas no fallan,
fallamos los humanos. Tampoco es un error topográfico, estar, estuve. No es una
imagen onírica que pueda aniquilar una vez abra los ojos. Es el resultado de mi
insensatez o quizás de esta atolondrada edad en el que la locura es una
constante al tiempo que, es la única justificación de las equivocaciones
cometidas de modo reiterativo. He pasado de ser un rebelde desconocido a ser un
héroe delincuente.
Se me fue la mano, pero mi acto heroico,
lejos de provocar rechazo e indiferencia, provoca admiración. Los ojos de todo
el mundo están puestos en mí. Dicen que soy la víctima de mi entorno. Mi
familia, desquebrajada e inexistente, no pudieron darme la educación que todos
necesitamos y requerimos para convertirnos en personas. Yo me callo y creo que
lo crean. Eso me conviene. No soy sólo un asesino sino que también soy un cobarde.
Sé que lo hice mal, esta vez no ha sido como
otras veces. La imagen de esa chica pidiéndome piedad con su angustiosa mirada,
mientras yo, su verdugo victorioso, la observaba sin pestañear en la oscuridad
de ese viejo desguace, que, hoy más que nunca, hubiese deseado que fuese etéreo
y que nunca hubiese existido, me está martirizando. Fui verdugo y víctima de mi
mismo. No hay estupidez más grande que convertirse en ambas partes de una misma
batalla.
Definitivamente este mundo está loco. Yo me
siento el ser más ruin del planeta y firmaría por volver a ser ese simple
rebelde que alardeaba con sus colegas de las fechorías sin importancia que
cometía improvisadamente cada día. Es increíble a la par que curioso. Mientras
todo el mundo me alaba, mi conciencia no me deja en paz. Estaba dormida y en
mala hora ha tenido que despertar cuando yo siempre la creí muerta.
Esta vez fue distinto. Yo lo sé. No puedo
mentirme. Esa pobre muchacha no se lo merecía. Los ojos de su madre se fijan en
mí exhalando odio cada vez que me ve pasar de camino a los juzgados o de vuelta
a la prisión. Yo bajo la cara. Mi cobardía no me permite mirarle a los ojos. No
puedo reprocharla nada. Yo sentiría lo mismo si algún indeseable le hubiese
hecho algo semejante a alguna de mis hermanas o incluso a mi madre. La sangre
duele y de nada sirve que yo le pida perdón cuando no le puedo devolver a su
hija, aunque, pese a que nadie me crea, sería lo que más quisiera en este
mundo, incluso si después de ello me tuviese que podrir en la cárcel igualmente.
Mi abogado va alegar que actué bajos los
efectos de las drogas, pero no es cierto. Me tuve que colocar después hasta
perder la razón e imaginar que ese desguace era etéreo y que jamás la arrastré
allí para matarla, pero mientras lo hice, no estaba drogado.
Todo el mundo trata de justificarme, pero es
tarde, mi conciencia ya ha firmado sentencia. Soy culpable.