Me perdí, entre los recónditos pasillos de aquella fortaleza que me hacían ser infalible e indestructible ante la furia humana desbordada, pero al tiempo, me obligaban a convertirme en princesa prisionera, baja la creada estopa de mi afianzada seguridad.
Jugaba, a patalear sobre las mazmorras, para escuchar las voces desesperadas de los prisioneros y me subía a lo más alto que mis autoridades me permitían, para gritar imaginando que mis voces bien pudieran ser escuchadas, más allá de las grandezas montañas que dibujaban la frontera.
Anhelaba el pueblo y sus risas, su olor tan peculiar, su color y su narcótico misterio que me animaban a permanecer allí.
Extrañaba correr por sus calles, sin ser perseguida por los miedos y observaba desde el castillo los restos que la guerra estaban ocasionando. ¡Amáis esta tierra que la sentís vuestra, lucháis por ella y sin embargo, os empeñáis en seguirla destruyendo incansablemente!
En la torre lateral, esperaba el momento de volver a ser libre porque la libertad estaba lejos de esa amurallada ciudad, monte abajo donde la pobreza era notoria, visible entre las vestiduras roídas de la gente e incluso palpable en las encalladas manos castigadas por la lucha infrahumana y las circunstancias vividas, pero la alegría rebosaba sin cesar por los lugareños de la comarca.
Vi que la verdadera riqueza se encontraba en la libertad y soñé con ser plebeya y construir mi castillo entre las miserias y los escombros de aquella torturada ciudad de la que, lo único que quedaba era, el recuerdo, el irresistible castillo y el nombre.
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