La herencia
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Han pasado treinta y cuatro años desde que
falleció y todavía los jirones descoloridos de la herencia de la tía Felipa
siguen coleteando entre todos sus herederos. Nadie ha cumplido su última voluntad,
conditio sine qua non
para hacer efectiva la herencia… Nadie, excepto yo.
Ayer, después de llevar meditando la decisión
durante mucho tiempo, me decidí a romper con el supuesto maleficio que
revoloteaba por ahí, y del que nadie parecía atreverse a hablar. En realidad, y
lejos de lo que puedan o dejen de pensar el resto de mis familiares, no lo
hecho por la herencia. Afortunadamente, a mí, cuatro reales, no me van a sacar
de pobre ni me van a librar de seguir trabajando. Lo he hecho por pura
superación personal. Así de claro. Para mí ha sido como un reto que quería
cumplir desde hacía mucho tiempo. Necesitaba vencer mis miedos a las alturas y
se me ocurrió que esta era una buena ocasión para matar dos pájaros de un tiro.
El testamento era corto y claro. Sólo
podríamos hacer uso de la herencia depositada en una caja fuerte y cuya única
llave estaría en manos del notario, si se demostraba con documentos
fehacientes, que alguno de sus herederos, tras su muerte, había atravesado,
aunque hubiese sido en una única ocasión, el desfiladero de la yecla, ubicado
en la entrada del pueblo Burgales, Santo Domingo de Silos, y hubiese seguido
vivo como mínimo durante cuarenta y ocho horas para contarlo.
Recuerdo la cara de relajación de todos
cuando el notario leyó el testamento en aquella sala de su oficina. Nadie
podría suponer que su voluntad nos costaría la vida, y no hablo precisamente en
el sentido metafórico de la palabra sino todo lo contrario.
En ese momento, nadie cuestionó, ni por asomo,
el deseo de la tía. Todos sabíamos que pese a gozar desde hacía años de cierta
cojera, ser manca por un percance ocurrido en la post-guerra del que nunca
quiso hablar y no ver muy bien de ambos ojos, ella no dejó ningún año de ir
siempre, allá por el mes de junio, a pasar por el desfiladero. Para ella debía
de ser algo así como una promesa. Era uno de los tantos y tantos secretos que
ella se llevó a la tumba, y que en vida, ni yo, ni creo que nadie, se atrevió a
preguntarla por miedo a su fuerte carácter. De aspecto, debido a sus
minusvalías, indiscutiblemente, podría parecer una mujer débil, pero obviamente,
las apariencias engañan.
Le faltó tiempo a mi primo Lucas, que Dios le
tenga en su gloria, con más espíritu aventurero y deportista que ninguno de
nosotros, decir que él se encargaría de cumplir con la última voluntad. Hombre
solitario por naturaleza, decidió hacerlo sólo. Esa misma mañana recibimos una
llamada de la guardia civil del municipio. Una mal pisada había hecho que resbalase
y cayese precipitadamente por el desfiladero. Yo no me personé en el lugar de
los hechos, pero algunos de mis primos que sí lo hicieron, dijeron que tuvieron
que estar hasta bien altas horas de la madrugada, hasta lograr sacar el cuerpo
sin vida de mi primo. A partir de ese
hecho lamentable, el rostro de todos nosotros, dejó de ser de relajación. Nadie
decía nada pero con sólo mirarnos sabíamos que el miedo estaba rondando entre
nosotros.
Creo que pasaron dos meses, no lo recuerdo
bien, cuando otro de mis primos, Ángel, de voto propio, hizo una llamada al
notario para que cerciorase y dejase constancia del cumplimiento de la última
voluntad. Al día siguiente, en una curva muy pronunciada y de poca visibilidad,
debió de perder el control del volante y después de dar varias vueltas de
campana e invadir el otro arcén, se mató estampándose contra un camión.
Después de aquello, todos pensábamos que un
maleficio había en torno a la última voluntad de la tía. Hubo algunos de mis
primos que, crucificaron la herencia y renunciaron rotundamente a ella. Fueron
radicales en su decisión, ni querían la herencia ni querían oír hablar del tema.
Hace algo más de tres semanas, coincidiendo
con parte de mis familiares de los cuales no se pronunciaron sobre la herencia,
les dije que iba a pasar por el desfiladero de la yecla. Su cara, en un
principio, fue de asombro y después de reaccionar ante mi decisión, sus
palabras fueron más bien desalentadoras pero yo lo tenía decidido. Soy una
persona de principios y de decisiones pensadas, y esa decisión estaba más que
meditada.
Ayer, aprovechando que iba a comer en un
pueblo de unos amigos, hice un alto en el camino para pasar por el desfiladero.
Después de cumplir mi cometido, cogí de nuevo el coche y me fui a casa de mis
amigos. Desde allí, envíe un wassap al grupo de mi familia informándoles que
todo había ido bien y que ya había enviado las fotos como prueba al notario
para que diese fe de lo ocurrido. Feliz por haber cumplido mi doble objetivo,
vencer mis miedos y cumplir la voluntad, disfruté de la comida en buena
compañía. Sopa de ajos con manitas de cerdo para ellos, para mí, como no me
gustan las manitas de cerdo, me comí un buen plato setas de la comarca.
Hoy me duele bastante la tripa, seguramente
del empacho pero nada preocupante… espero.
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