21 días en la cárcel
(Basado en un programa de televisión que lleva el mismo título. El reportaje es muy bueno. Aconsejo verlo)
Soy periodista, y creí que lo iba a ser desde
el día en que me licencié hasta después de mi muerte, pero no ha sido así.
Pasados esos barrotes, yo soy tan sólo Adela, una reclusa más. Sin títulos
académicos que me avalen, ni familia que me acompañe, ni amigos que me apoyen,
ni nada… tan sólo Adela.
Inhalé aire profundamente para adquirir la
fuerza que sabía que me iba hacer falta allí adentro. Nadie, excepto las
autoridades de la cárcel, por si llegado el momento y hubiese algún conflicto
del que me tuviesen que sacar de inmediato, sabía que yo estaba allí para hacer
un reportaje.
Nada más entrar, me confiscaron mis teléfonos
móviles. Después me tomaron los datos personales y rutinarios propios de un
ingreso en prisión. Acto seguido, me metieron en un cuarto para requisarme todo
lo que llevaba. Allí, incluso las cremas
y demás productos personales de higiene diaria no se pueden tener. Luego
me hicieron desnudarme por completo y hasta me hicieron agacharme para
cerciorarse de que no ocultaba nada en el interior de mi cuerpo. Algo
claramente humillante fuera de aquellos barrotes que me aislaban de la
apreciada libertad.
Con mi ropa en mis manos, me hacen estar
esperando en una silla en medio de un largo pasillo. Allí me dio tiempo a preguntarme
sí toda persona que entra en una prisión, en algún momento dado, llega a
plantearse el haber hecho las cosas de otro modo y evitar así terminar en la
cárcel.
Al rato me dan el uniforme y un colchón. Con
ello, sigo a la funcionaria que me lleva hasta una celda de aislamiento. Jamás
había estado en un lugar como aquel. Era un cuchitril. Sin ventanas al
exterior, con humedades y sucio. Desde el minúsculo hueco que hay en la puerta,
puedo comunicarme con tres de las presas que andan matando el tiempo sentadas
en el suelo del pasillo. Una me dice que está allí por homicidio. Mató a su
esposo y a su hermana con la que le fue infiel. Entonces pensé que es más fácil
terminar en la cárcel de lo que nos podemos llegar a imaginar, porque llegado
el momento, uno no puede controlar tan fácilmente su ira o sus reacciones. La
vida es quién decide donde llegar y a veces nos conduce a un sitio que jamás
hubiésemos querido ir, pero las circunstancias se imponen y también nuestras
reacciones, que no siempre son las correctas.
Allí dentro se pierde totalmente la noción
del tiempo. No se sabe si es de día o de noche. Tan sólo te guías por lo que te
pide el cuerpo. Si estás cansada, duermes. Si no, te quedas sentada en el colchón inmersa en tus
pensamientos y en ese cúmulo de reflexiones que jamás te hubieses imaginado
llegar a plantearte en tu vida.
Tan sólo cuando empiezo a oír ruido y
movimiento fuera de mi celda, es cuando soy consciente de que ha dado comienzo
un nuevo día.
Una funcionaria abre la puerta de la celda y
me pide que recoja mis cuatro cosas para trasladarme al que será mi pabellón a
partir de ese momento.
Como norma general, las celdas son
compartidas, pero sólo en los casos de tratarse de reclusas muy peligrosas,
deciden que no sea así. En mi caso y sólo para evitar riesgos innecesarios,
deciden que yo no comparta la celda. Eso me vendrá bien. Allí dentro te tienes
que hacer respetar por el resto de las presas, y la única manera, es que sepan
que eres peligrosa. Si te temen te respetan. Saben que sí estoy en una celda a
solas, es por algo, aunque en realidad, ellas ignoran el verdadero motivo.
Esa celda no es mucho mejor que la de
aislamiento. Es tan sólo un poco más grande. Con el mismo colchón que me dieron
al entrar en prisión y con una letrina tan llena de mugre que se te revuelven
las tripas nada más verlo.
Una funcionaria, me explica que a las seis de
la mañana, suena el timbre para que nos vayamos levantando y podamos ir al
recuento.
Poco después, abren todas las celdas para que
podamos estar por los pasillos, y luego, y justo después del recuento, podernos
ir al patio.
Me cruzo con las otras reclusas sin mirarlas
a la cara. No quiero que piensen que con mi mirada las estoy retando. El miedo
es una constante allí en mí. No puedo evitarlo. Tengo que estar alerta porque
tanto el peligro como la novedad de aquel lugar me acompañan. Es verdaderamente
angustiosa la situación que estoy viviendo aunque no dudo que sacaré una buena
lección de todo ello.
Antes de llegar al patio, paso por la sala de
juegos. El día anterior, habían tenido las presas las visitas de sus niños, y
los juguetes estaban aún esparcidos por todo el suelo. Una de la presa los está
recogiendo y yo me pongo a ayudarla. Es maja y muy joven. Me explica su
situación y las reflexiones que hace de su experiencia. -En la vida lo único
que importa es el dinero. Si tienes dinero no vas a la cárcel- me dice. Aún
así, admite su error y no se exculpa de lo que hizo. Si no hubiese llevado
droga no estaría ahora allí. Después de recoger el cuarto de juegos, nos vamos
juntas al patio y veo, por fin, la luz del sol.
Durante todo el día, nos permiten salir al
patío dos horas. Son las únicas horas de todo el día en las que estás un
poquito más cerca de la que era tu otra vida. Lo único que te priva de ella, es
la realidad en la que ahora te encuentras y esos muros que te recuerdan que no
eres libre.
Como dice la letra de una canción: “El viento
me alborota y aloca mi pensamiento”. Si bien es cierto que nadie puede
controlar sus circunstancias, también es cierto que somos dueños de nuestras
emociones y nuestros pensamientos. Son estos los que debemos reconducir del
mejor modo para evitar las consecuencias, entre ellas, terminar en prisión.
Al regresar del patio y al principio del
pasillo, me encuentro con un tumulto de gente que están presenciando una pelea
entre dos de las presas. Al cabo de unos minutos, las “jefas”, como allí llaman
a las funcionarias, llegan para separarlas y llevárselas a cada una por un lado.
Nos piden calma, que despejemos la zona y que nos retiremos a nuestras
respectivas celdas. Pregunto a unas presas por lo ocurrido. Me dicen que no lo
saben y me aconsejan que tenga como única prioridad mi vida, evitando meterme
en problemas.
Una cosa que echo de menos, es un espejo en
el que mirarme. Nunca he destacado por ser una persona coqueta, pero ser
consciente del estado de tu rostro, me resulta como menos, fundamental. Me
explican que los espejos allí están prohibidos porque pueden utilizarse como
arma en alguna pelea.
Allí las peleas son a muerte y por cualquier
motivo insignificante. Más que por el hecho en sí es por dejar claro tu
hegemonía ante las demás.
Cuando llevas allí dentro más de diez días,
el sonido de los barrotes pasa de ser tedioso para convertirse en algo
totalmente aborrecible, despreciable e insoportablemente odioso. Esto es más
duro de lo que pensaba.
Me cuesta poco ganarme la confianza de otras
reclusas, y que estas, me cuenten sus
cosas. Conversando con ellas, me doy cuenta que muchas, han tenido que sufrir
la cárcel antes de haber entrado en ella, y por tanto, estar allí no les parece
algo tan malo como me parece a mí. -La vida real es muy jodida a veces- me
comentan.
Un día a la semana podemos recibir llamadas
de nuestras familias. Es en ese momento cuando te das cuenta de que todas las
mujeres que están allí, es porque han hecho algo malo y eso nadie lo pone en
duda ni ellas mismas lo niegan, pero todas tienen su corazón, y cuando tienen
contacto con sus familiares, los sentimientos afloran y las lágrimas se hacen
patentes. No puedo evitar sentir empatía al tiempo que lástima. Creo que sin
duda, lo más duro de la cárcel es separarte de tus seres queridos.
La vida en la cárcel te endurece el carácter
y te hace ver la vida desde otra perspectiva, una más real, de tal modo que valoras
más las cosas que antes ni apreciabas.
A pesar de todo, siempre hay cabida para unos
momentos de complicidad y de risas que hacen que aquello resulte menos amargo.
Las chicas me confiesan los métodos que usan para saciar sus deseos sexuales.
Recurrir al ingenio es un método de supervivencia cuando las cosas que tienes
son un tanto escasas.
El mismo día de mi libertad estoy muy
nerviosa. Quiero volver a recuperarla y volver a mi vida normal, pero también
me da pena despedirme de las chicas. He aprendido muchas cosas, para empezar, a
saber lo que significa la palabra libertad, porque tan sólo la conocen realmente,
los que como yo un día la perdieron.
Me despido de ellas fundiéndome en un gran
abrazo y ellas se despiden de mí en medio de una gran ovación. No puedo evitar
emocionarme.
En la puerta, devuelvo el uniforme que
durante estos días me ha acompañado y ellos me devuelven mis pertenencias.
Salgo a la calle y el sol me da de pleno en la cara. Siento de nuevo la
libertad, esa que allí dentro tanto nombras y por tanto, tanto anhelas.